" - Voy a morir - profirió trabajosamente -. No me quejo de una suerte que comparto con las flores, con los insectos y con los astros. En un universo en donde todo pasa como un sueño, sentiría remordimientos de durar para siempre. No me quejo de que las cosas, los seres, los corazones sean perecederos, puesto que parte de su belleza se compone de esta desventura. Lo que me aflige es que sean únicos…"
"El último amor del príncipe Genghi". Cuentos Orientales. Marguerite Yourcenar
"Yo no concedo prórrogas... La mayor parte de los hombres no piensa ni en la muerte ni en la nada..."
La Muerte alecciona al caballero Bloch, en "El séptimo sello"
De vuelta al tiempo de las pandemias, querríamos haber sido capaces de publicar esta entrada el 17 de agosto, para celebrar el segundo cumpleaños de este blog. Pero más vale pronto que nunca...
Y para que dejemos de volar como descarriadas cometas baqueteadas por el viento, para que aterricemos tomando cumplida nota de nuestra mortalidad, de nuestra caducidad y finitud, exponemos aquí estas breves reflexiones sobre una enfermedad (en este caso, la peste) y la muerte. Y para ello nos apoyamos en una hermosa película, un clásico del 7º Arte como "El séptimo sello" (Ingmar Bergman, 1957).
¿Cómo olvidar la inquietante figura de La Muerte (Bengt Ekerot) erguida sobre la playa? Sobre la muerte ha escrito Héctor Abad Faciolinde en "El olvido que seremos": "hay una verdad trivial, pues no hay duda ni incertidumbre al decirla, que sin embargo es importante tener siempre presente: todos nos vamos a morir, el desenlace de todas las vidas es el mismo".
Asumiendo dicha premisa, lo verdaderamente terrible del hecho de morir radica en tamaña certidumbre, en ese irreversible discernimiento. Al alba de un anodino día de mediados del siglo XIV, sobre el fondo de un mar lechoso que baña una playa nórdica, abrupta, remota, pedregosa, un cruzado que regresa a casa toma consciencia de su propia caducidad. Su rostro enjuto parece reflejar todo el sufrimiento que sus ojos han visto y vivido en el asedio de Tierra Santa.
Históricamente, el caballero Antonius Bloch (una vez más formidable Max Von Sydow) y su escudero Jöns (Gunnar Björnstrand) podrían estar retornando a su Suecia natal derrotados tras combatir en la llamada Novena Cruzada, auspiciada por Eduardo de Inglaterra (futuro Eduardo I), y que concluyó con la pérdida definitiva de Jerusalén el 18 de mayo de 1291 a manos de los ejércitos infieles turcos y egipcios. Sin embargo, las fechas no cuadran demasiado, pues la peste negra irrumpió en Escandinavia entre los años 1349 y 1350.
En la película aparece un tal Raval (Bertil Anderberg), un clérigo renegado perteneciente al Seminario Teológico de Roskilde que había convencido al caballero Bloch para que se incorporase a la cruzada en penitencia por sus pecados. En tiempos de la peste, tras abandonar la fe, este desgraciado se había convertido en un lucrativo ladrón de cadáveres.
Sobre el pectoral del hábito que cubre la cota de malla del caballero podemos observar una Cruz de Malta, distintivo de la Soberana Orden Militar y Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta. Fueron precisamente miembros de esta orden militar, junto a caballeros teutónicos, templarios y a las tropas inglesas e italianas, los que infructuosamente trataron de evitar la caída final de Jerusalén.
La Muerte llevaba tiempo siguiendo los talones de Antonius Block, probablemente en forma de herida de guerra o de peste, enfermedad infecciosa que azotaba con violencia el mundo de la época. En este sentido, la partida de ajedrez simbólica que el caballero le propone a la parca sirve para dilatar un poco más su existencia y construye el argumento de este clásico de Bergman. Al sortear el color de las fichas, a la Muerte le corresponden las negras... como es lógico.
El peculiar artista le descubre al escudero las figuras de los apestados retratados en su mural: moribundos con bubones en el cuello, enfermos terminales vomitando, con el cuerpo contraído y los huesos dislocados por los terribles espasmos de su agonía...
Parece ser que el padre del propio Bergman aprovechaba las escenas de murales sobre el Juicio Final para inculcar el temor de Dios a sus feligreses, idea que el cineasta aprovechó para la gestación de esta película...
Fragmento de "La Danza de la Muerte" de Lübeck
Simplemente recordamos aquí que la peste bubónica o peste negra asoló Europa durante el siglo XIV; el agente causal de esta enfermedad fue la bacteria Yersinia pestis, contagiada por las pulgas que parasitan a las ratas negras o ratas de campo (Rattus rattus). Los bubones son ganglios infectados, inflamados y dolorosos, que pueden tumefactarse y necrosarse (de ahí su apelativo de peste negra). Estos enfermos padecen además un cuadro de fiebre con escalofríos, cefalea y afectación general que puede llevarles a la muerte. La misma bacteria puede originar cuadros de peste pulmonar o septicémica. Ante la resistencia natural que la Yersinia pestis presenta ante la penicilina, para el tratamiento de sus infecciones son útiles los antibióticos aminoglucósidos (estreptomicina y gentamicina), el cloranfenicol y las tetraciclinas, especialmente la doxiciclina.
Apestados con bubones en una iIustración de la Biblia de Toggenburg
Paralela a la historia de ambos discurre la de un grupo de comediantes: el avispado y soñador Joseph (Nils Poppe), su dócil esposa María (interpretada por una joven y hermosa Bibi Andersson) y el cínico Jonas (Erik Strandmark) , el seductor de Lisa (Inga Gill) - la esposa del herrero Plog (Âke Fridell), y que como director completa la simpática troupe.
Tal y como recoge Juan Miguel Company en su monografía sobre Bergman, el artista goza del privilegio de transfigurar la realidad: la capacidad exclusiva que tiene el caballero para ver y hablar con la Muerte, o el saltimbanqui Joseph que tiene continuas visiones y al que incluso se le llega a aparecer la mismísima Virgen María.
Mientras la epidemia va minando a la población, los titiriteros tratan de continuar con su existencia normal; crían a su retoño, el pequeño Miguel, y ofrecen actuaciones en las aldeas castigadas por la peste. Cuentan con duros competidores, pues la irrupción de una cofradía de penitentes autoflagelándose y cantando el tenebroso "Dies irae" del franciscano Tomás de Celano acaparará la atención de un público entonces mucho más susceptible al dolor y al miedo que a la comedia.
Haciéndose pasar por un fraile confesor, la Muerte engaña al caballero. Éste le revela su vacuidad interior, la búsqueda de garantías del más allá para asegurarse la salvación de su alma, la rabia contenida que le provoca no alcanzar a Dios mediante los propios sentidos, la necesidad de creer que sin embargo anhela como hombre que ha ido perdiendo la fe en Jesucristo: "yo quiero entender, no creer...; la fe es como un grave sufrimiento. Es como amar a alguien que está afuera, en las tinieblas, y que no se presenta por mucho que se le llame..."
Antonius Bloch no obtiene ninguna respuesta del Divino Hacedor. Se tropieza con una joven muchacha atada a un poste (Maud Hansson), que agoniza tras ser torturada bajo la acusación de brujería. En aquellos tiempos de tribulación la superchería popular achacaba al diablo todos los males de la humanidad, incluyendo la peste. El caballero interroga a aquella desdichada, por si acaso hubiera visto realmente al demonio. Solamente obtiene el silencio por respuesta: ni Dios, ni paraíso, ni infierno, ni diablo... El caballero seguirá enfrentándose a la incertidumbre de la nada absoluta que le podría estar aguardando tras su muerte. Hete aquí el pesado lastre del cristianismo que tantos admiradores y detractores atrae hacia la obra de Bergman (no en vano se dice que por algo era hijo de un capellán del rey de Suecia...)
Al respecto, y retomando una vez más el libro de Juan Miguel Company, leemos: "las películas de Bergman plantean el conflicto, de honda raíz sartriana, entre el ser y el existir. Reconocer el vacío de la conciencia individual es también plantearse el estallido hacia una exterioridad que nos requiere fatalmente, y con la que podemos establecer contacto mediante pulsiones de miedo, odio, amor..."
En nuestra humilde opinión, en "El séptimo sello" las pretensiones artísticas de Bergman pivotarían sobre el miedo (a la muerte, a lo desconocido, a la desaparición) y el amor (redentor de las vidas de los juglares Joseph, María y de su pequeño hijo).
La belleza escandinava de Bibi Andersson en todo su esplendor
UNAS BREVES NOTAS PARA CINÉFAGOS
1ª/ Por lo menos, el plus de vida que el caballero Bloch le arrancó a la Muerte le sirvió para disfrutar de un puñado de fresas silvestres y un cuenco de leche fresca, en la pacífica compañía de la familia de comediantes. Poco tiempo después, Ingmar Bergman estrenaría otro de sus clásicos, "Fresas salvajes", en cierta manera otro itinerario espiritual en busca del tiempo perdido...
2ª/ La muchacha (Gunnel Lindblom) que el escudero Jöns rescata de las garras del traidor Raval en la aldea de apestados, durante todo el film no pronuncia ni una sola palabra. Tan sólo al final, cuando la Muerte acude a llevarse al caballero y a todos los que le acompañan en su castillo alcanzará a murmurar aquella frase de Cristo crucificado en su postrer momento: "consumatum est"...
3ª/ En la escena final de la película, cuando Joseph tiene la visión de la Muerte danzando por el monte con todas sus víctimas, los actores protagonistas ya habían abandonado el rodaje. Para su realización, Bergman tuvo que echar mano de varios técnicos y de unos particulares extras, unos turistas que se encontraban en la zona. ¿Lo haría para abaratar costes?...
PARA LEER
- "Ingmar Bergman". Juan Miguel Company. Ediciones Cátedra, Madrid, 1990, 2007.
1 comentario:
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